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Hablando de mujeres, hablando de refugiadas

Tengo que reconocer que soy una privilegiada. Nací en el seno de una familia donde fui educada en libertad e igualdad con la fortuna de haber podido desarrollar mi carrera profesional en un sector en el que no he percibido nunca haber tenido menos oportunidades por el hecho de ser mujer. Pero soy consciente de que la mayor parte de ellas ha vivido otras realidades mucho más adversas.

Trabajar con mujeres procedentes de otras culturas y otras realidades me ha hecho empatizar y poder conocer de primera mano lo que supone la discriminación y la exclusión por razones de género. Gracias a ello, he conocido compañeras luchadoras, valientes y resilientes que, tratando de huir de la opresión y persecución han tenido que dejar todo atrás para poner su vida y su dignidad a salvo. Combatir el poder del patriarcado es uno de los heroísmos más difíciles a los que se puede enfrentar un ser humano en determinados contextos. Sin embargo, ellas lo hacen cada día, unas veces con más éxito que otras.

Como punto de partida, hay que tener en cuenta que en muchos lugares del planeta, en pleno siglo XXI, la ley sigue velando por garantizar y perpetuar el privilegio del hombre. Ocurre en el marco de sociedades que las discriminan y excluyen de los derechos más elementales como el acceso a la educación, al empleo y a la libertad. O relegándolas a ser ciudadanas de segunda, convirtiéndolas en menores de edad tuteladas por hombres que son los garantes de sus vidas y de mantener ese estatus.

De este modo, la justicia de sus países no les ofrece la cobertura necesaria ni la protección con la que debe contar cualquier ciudadano o ciudadana en igualdad de condiciones. Viven bajo una justicia, diseñada y ejercida por hombres que, con sus sentencias, siguen asegurando el funcionamiento del patriarcado.

Hay muchas formas y prácticas de ejercicio de poder que vulneran la igualdad.

Empecemos por hablar del matrimonio forzoso, asumido y normalizado culturalmente por muchas sociedades, disfrazado de un amable “acuerdo entre partes, entre familias”, en el que, hablemos claro, las mujeres, en muchos casos niñas menores de edad, son vendidas a cambio de una dote. Se trata de una de las mayores aberraciones que el patriarcado mantiene en connivencia con gobiernos, religiones y sociedades enteras. La víctima de todo ello es la mujer y la justicia no las protege de ello. Recuerdo el caso de Amina, una joven que aspiraba a estudiar y cuya familia en Afganistán pactó su matrimonio con un hombre 40 años mayor que ella. El infierno en el que se convirtió su vida, con una violencia extrema consentida por la familia que la llevó a huir. Tras muchas dificultades logró llegar a España para pedir asilo. Todavía me acuerdo de la tristeza de su bella mirada, que tardó meses en recuperar su brillo.

La utilización de la mujer como arma de guerra sigue siendo otra práctica habitual en contextos de violencia donde el odio contra el enemigo se materializa contra los cuerpos y las vidas de ellas, sometidas a la más brutal violencia sexual mientras la comunidad internacional mira hacia otro lado. La víctima es de nuevo la mujer, y la justicia sigue sin garantizar su protección. Ahora que la guerra en Ucrania está en nuestras puertas, hay constancia de que, al igual que en otros conflictos, se están produciendo violaciones en los territorios ocupados del país. Entre tanto, otros miles de ciudadanas cruzan la frontera tratando de huir del terror y buscando un lugar seguro para sus hijos, también sufriendo la tragedia del exilio.

La mutilación genital es practicada con total impunidad en más de 30 países. Aisha lo sabía de primera mano y por eso, en una decisión muy difícil y valiente, escondió a su hija menor de edad en un camión para que la llevaran fuera de Somalia, con el fin de evitar que la niña sufriera su mismo destino. Años después, lograron encontrarse en España y pudieron iniciar una nueva vida.

La violencia de género en el ámbito familiar y extrafamiliar, tan presente todavía en nuestra sociedad, es consentida social e incluso legalmente en muchos países, lo que lleva a muchas víctimas a situaciones extremas, quedándoles como única solución la huida para no perder su vida.

La comunidad internacional debe implicarse más activamente contra la violencia y la discriminación que se ejerce contra las mujeres en el mundo. Nosotras no podemos ser indiferentes ante esta realidad que padece la mitad del planeta. Y los hombres, tampoco. La igualdad no es un privilegio, es cuestión de justicia, y ya llegamos tarde.

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