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Cuando la vulnerabilidad es el relato dominante

Años atrás, cuando internet y los correos electrónicos eran todavía una rareza, inicié mis estudios de Ciencias Físicas en la ciudad de Madrid. En ese proceso de vinculación a la academia ―y al universo social que representa― la creación de una cuenta de usuario para email tenía cierta relevancia. Se convertía en algo así como una tarjeta de presentación.

Por eso, cuando la persona encargada de configurar mi usuario, puso como segundo apellido “No tiene” en un intento por simplificar mi identidad para los otros, trazó una línea más en la frontera imaginaria que separa nuestra sociedad en singularidades innecesarias. En cada correo que enviaba a compañeros, profesores y a la administración de la universidad, podía leerse el remitente: Maysoun Douas No tiene.

Convertida hoy en anécdota ―que no es la única, ni la más densa―, esta historia no deja de reflejar que hay una realidad que configura la vida de muchas personas que quieren hacer de España su hogar: incluso ciertos intentos de ayudarlas obvian muchos factores por el camino. Desde la identidad en su conjunto, la riqueza cultural, el talento, las cualificaciones y los derechos que tiene todo ser humano al margen del suelo donde se encuentre.

No hablaré aquí de quienes se sitúan en la orilla de la intolerancia, sino de otro relato, el de la vulnerabilidad del migrante, que orbita entre la solidaridad y los prejuicios. Se trata de una vulnerabilidad tan urgente y compleja, que discursos políticos, campañas corporativas y narrativas mediáticas procuran converger en lugares comunes para simplificarla. Con ternura y condescendencia se confinan en conversaciones donde la regularización y el asistencialismo son los mínimos exigibles, y aunque no se diga abiertamente, también los máximos deseables. Cómo si por encima de esas aspiraciones no hubiera nada más.

Y ahí yace precisamente el problema de ese imaginario: que la vulnerabilidad sistémica desborda el dique de la legalidad.

Un ejemplo. En España, donde residen actualmente más de cinco millones de inmigrantes, tener una tarjeta de residencia es un primer paso, importante pero no definitivo. Un informe del Defensor del Pueblo, publicado en 2020, evidenció que cuatro de cada diez inmigrantes trabajan en ocupaciones elementales y precarias, y señala además que “el porcentaje de temporalidad de los contratos es del 41 % frente a un 25 % entre los españoles”.

Otro estudio más reciente, desarrollado por Caritas Española, reveló que no solo el ingreso medio mensual de los migrantes en el país es un 38% menor que el de los españoles, sino que su movilidad hacia mejores oportunidades es casi inexistente. La gran mayoría continúan llevando a cabo trabajos elementales incluso después de 15 años de estancia en el territorio nacional. Todo lo anterior contrasta con que el 23% de esos cinco millones de inmigrantes son personas con suficientes estudios como para isertarse en escenarios competitivos del mercado laboral. Aun así, muy pocos lo consiguen.

Es tiempo de hacer de la migración una oportunidad

Mis padres emigraron de Marruecos a Granada para iniciar sus estudios siendo muy jóvenes. Mi madre estudió anatomía patológica y mi padre ciencias físicas. Su contexto y recorrido han sido distintos, y también sus desafíos. Gracias a ello, soy parte del 10% de hijos de migrantes que tienen un acceso relativo a las mismas oportunidades que los españoles. Por eso, ni ellos ni yo podemos leernos en un relato que nos reduce a las urgencias palpitantes que la ilegalidad alimenta.

Pero sí que podemos sentirnos identificados cuando la búsqueda de empleo es un ciclo humillante cargado de sesgos y rechazos, cuando en los procesos de selección prima un nivel de idioma de academia sobre la cualificación, o cuando las experiencias no convalidadas son omitidas.

Es una vulnerabilidad distinta, sistémica, que aplasta el potencial de la diversidad multiétnica y multicultural para contribuir al impulso económico y social de España, para crecer incorporando los conocimientos globales que aportan nuevos residentes, para crear vínculos con sus lugares de origen y abrir nuevos nichos, nuevas economías y forjar nuevas comunidades.

Por diversas razones, el relato dominante de la migración en España defiende la idea de que todo comienza sobre los márgenes del NIE, aunque una vez expedido, sean necesarios otros engranajes, como la participación en la cultura, la ciencia, el emprendimiento o el deporte. Y ahí es donde termina por reforzar el imaginario de que hay cuestiones de ser migrante que son sencillamente irresolubles. Es un coto a la esperanza que solo puede transformarse si abrimos espacio a la oportunidad.

En su ensayo El peligro de la historia única, la autora nigeriana –y también emigrante– Chimamanda Ngozi escribió: “El poder es la capacidad no solo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva”.

Es tiempo de hacer de la migración una oportunidad para el avance, la innovación y la competitividad. De repensar la ciudadanía como un conjunto de derechos que no caducan ni se restringen aunque el suelo bajo los pies sea diferente, una ciudadanía nómada, itinerante y adaptable, más coherente con la economía del siglo XXI. Es tiempo de ver a los migrantes más allá de sus papeles, y entender que abrirles la puerta requiere de mucho más que cambiar un apellido.

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