En el año 2022 un fantasma recorría Asturias: el de la pérdida del millón de habitantes; un espectro que anticipaba un nuevo ciclo regional, una sacudida en la autoestima patria y la constatación de un Principado envejecido y menguante con un complejo problema de sostenibilidad de los servicios públicos.
Tres años después, no hay rastro del espíritu horrendo. ¿Qué ha pasado? Un fenómeno demográfico inesperado ha venido a salvar el millón de asturianos y a dar un respiro. Pero no lancen las campanas al vuelo.
La Sociedad Asturiana de Estudios Económicos e Industriales (Sadei), el INE asturiano, acaba de publicar un exhaustivo informe que analiza el sorpresivo cambio de tendencia que se ha producido en los tres últimos años y que ha permitido a Asturias cierto alivio demográfico.
El estudio deja un sabor agridulce: el fantasma del hundimiento de la población sigue presente aunque no lo percibamos, y lo está en la estructura de edad de los propios asturianos, condenados a sufrir más bajas que altas, a registrar más defunciones que nacimientos, en un proceso que se agudizará las próximas décadas a medida que el grupo de edad más numeroso empiece a escalar la cúspide de la pirámide de población.
No obstante, lo sucedido desde 2022 invita a considerar las posibilidades que tiene Asturias para paliar esos efectos y, sobre todo, a preguntarse qué ha sucedido para que de pronto el Principado haya recibido un insospechado aluvión de inmigrantes, no solo procedentes del extranjero, sino de otras comunidades autónomas.
Estas son las claves:
En el año 2022, Asturias registró su mínimo demográfico desde los años 60 del pasado siglo. La región venía encarando una sangría de habitantes imparable y nada hacía prever que sobrepasase a finales de ese mismo año la frontera del millón de residentes. Había en 2022 1.004.960 asturianos. Pero desde entonces, la región ha experimentado un repunte de población. Se trata, en apariencia, de una buena noticia tras una década en descenso. Pero la razón no obedece a una recuperación estructural, sino a un “efecto rebote” ocasional y que exclusivamente sostiene la inmigración.
Las cifras provisionales para enero de este año sitúan la población asturiana en 1.014.112 personas; incluso la última actualización del INE, provisional y correspondiente al mes de abril, mejora la cifra: 1.014.921 habitantes.
Ni siquiera se ha vuelto a los niveles de población de 2020 y todo optimismo debe ir con suma cautela. El crecimiento en tres años ha sido de unas 9.000 personas, algo menos del 1% de la población regional; no está mal, pero hay que tener en cuenta que por la pérdida vegetativa (defunciones frente a nacimientos) el Principado se ha quedado sin unos 26.000 asturianos. Por suerte, ese hueco se ha cubierto con creces gracias a la inmigración. Pero hay un hecho que no puede olvidarse: la región crece al tiempo que envejece, pierde nacimientos, suma defunciones y sigue siendo incapaz de generar reemplazo generacional.
No se ha producido un cambio de paradigma, ni han repuntado los nacimientos, ni las asturianas han decidido tener más hijos; tampoco se ha disparado de forma llamativa la población joven: simplemente los inmigrantes han tapado el agujero de nuestra propia estructura demográfica. Es algo que estabiliza la situación pero no la resuelve de manera definitiva, al igual que cuando un enfermo grave sufre una aparente mejoría que no supone una victoria sobre la dolencia.
Por eso, Sadei avisa de que es necesario “limitar las expectativas”. El crecimiento sorpresivo de los últimos años rompe la tendencia, pero no cambia el rumbo. De hecho, sólo en cuatro ocasiones desde el año 2000 Asturias ha conseguido un saldo migratorio suficiente como para compensar la pérdida natural de habitantes, y todas fueron excepcionales.
Bienvenidos al alivio estadístico gracias a un flujo migratorio que no es previsible, ni estable, ni está garantizado para los próximos años. El problema de fondo sigue intacto; el fantasma acecha.
La base natural de Asturias no ha cambiado: siguen muriendo muchos más de los que nacen y no hay indicios de que la tendencia vaya a invertirse próximamente. El estudio de Sadei recalca que el saldo vegetativo —la diferencia entre nacimientos y defunciones— es negativo desde 1985. Se ha consolidado como un elemento estructural: es tan inherente a Asturias como la fabada. Desde 2021, esa pérdida se mantiene entre 8.400 y 9.200 personas anuales, y las previsiones para la próxima década no solo mejores.
Entre 2022 y 2024, los nacimientos oscilaron entre 4.545 y 4.744 al año, mientras que las defunciones se mantuvieron estables entre 13.012 y 13.936. Es decir, Asturias pierde cada año por causas naturales el equivalente a la población de Villaviciosa. Es una sangría lenta y callada, pero efectiva y casi irrebatible.
La situación no mejora; es probable que empeore. La clave está en la estructura de edad: el 28% de los asturianos tiene 65 años o más, y en muchos concejos rurales esa proporción supera el 40%. La mortalidad está íntimamente ligada a la edad, ya que más del 80% de las defunciones en Asturias corresponden a personas mayores de 70 años, y esas cohortes seguirán engrosando el tramo de edad más vulnerable en los próximos años. El informe lo deja claro: la mortalidad crecerá por pura inercia demográfica.
Por contra, la natalidad no repunta. Asturias registra un índice sintético de fecundidad de 0,94 hijos por mujer, uno de los más bajos de Europa. Aunque ese indicador ha sido incluso menor en el pasado (0,8 en 1998), entonces el volumen de mujeres en edad fértil era mayor, lo que permitía un número de nacimientos más alto. Hoy no solo se tienen menos hijos, sino que hay menos mujeres para tenerlos.
El resultado es una base demográfica agotada, que no tiene elementos de renovación a no ser que lleguen de fuera. Cada año que pasa, la pirámide se inclina más hacia la dependencia estructural y hacia una imposibilidad aritmética de revertir el saldo vegetativo sin una inmigración sostenida e intensiva.
El problema de la baja natalidad asturiana es sostenido, crónico y estructural. El Índice Sintético de Fecundidad (ISF) se situó en 0,94 hijos por mujer en 2023, una cifra que refleja de forma brutal el declive de las intenciones —o de las condiciones— para tener hijos en la región. Es una tasa que está muy alejada del 2,1 necesario para garantizar el reemplazo generacional.
El problema de la natalidad se profundiza. El ISF llegó a ser incluso más bajo en los años 90 (mínimo de 0,8 en 1998), pero entonces existía un colchón, ya que había muchas más mujeres en edad fértil. Hoy no solo se tienen menos hijos, sino que hay menos mujeres para tenerlos. El grueso de la natalidad se concentra entre los 25 y los 39 años, franja que representa algo menos del 30% de las mujeres. Y ese volumen ha caído de forma notable en las dos últimas décadas, reflejo del propio desplome de nacimientos en los años 90 del pasado siglo y en la primera década de este.
A esto se suma una paradoja inquietante: la edad fértil no implica maternidad, debido a cambios culturales. El único amortiguador parcial es la migración extranjera, pero también aquí hay límites. Las mujeres extranjeras residentes en Asturias presentan una fecundidad algo mayor: 1,15 hijos por mujer frente a 0,91 en el caso de las españolas. No obstante, esta cifra sigue siendo baja comparada con los niveles de fecundidad de sus países de origen. ¿Por qué? Porque muchas de ellas ya llegan a España con hijos, y porque al llegar se enfrentan a los mismos debates que las mujeres españolas.
En el informe hay un dato muy significativo: hay unos 7.000 niños de entre 0 y 14 años más que los nacidos en Asturias durante ese mismo periodo. ¿De dónde vienen? De familias extranjeras que llegaron con hijos ya nacidos. Es decir, el número de niños en Asturias no refleja necesariamente que haya más nacimientos, sino más llegadas.
Sin esta inmigración, el desplome sería aún más dramático. Sadei reconoce que el reemplazo generacional está fuera del alcance de la población autóctona. La natalidad no se va a recuperar sola.
Asturias no crece por sí misma, sino porque llega gente de fuera. El saldo vegetativo pertinazmente negativo, con más de 8.500 personas perdidas al año por la diferencia entre nacimientos y defunciones, solo se ha visto revertido, aunque de manera coyuntural, por la migración. Sin este fenómeno, el Principado estaría sumido en una caída demográfica aún más rápida y contundente.
Sadei detalla de manera clara los acontecimientos: el año 2022, ese en el que dábamos por hecho perder el millón, marcó un punto de inflexión, con un saldo migratorio positivo de 10.163 personas, el mayor registrado hasta entonces. Le siguió 2023 con un nuevo récord: sumando 11.986. Y para 2024 se estima un saldo superior a los 13.000 migrantes netos, una cifra que, de confirmarse, consolidaría una tendencia sin precedentes en la historia reciente de Asturias.
Hay un aspecto reseñable, que es que ese crecimiento no obedece a una reducción de las salidas (emigraciones), que se mantienen estables entre 14.000 y 15.000 personas al año, sino al aumento destacado de las llegadas, especialmente de origen internacional. Desde 2021, la inmigración ha aumentado un 54% en solo dos años, lo que supone casi 9.500 inmigrantes más que en 2021. No estamos ante un fenómeno puntual, sino ante una transformación del patrón migratorio regional. ¿Pero eso se mantendrá en el tiempo? Esa es la clave.
También ha cambiado la composición de los flujos migratorios. Por primera vez en la serie histórica, en 2022 y 2023 llegaron más personas desde el extranjero que desde otras comunidades autónomas. Según el informe, aproximadamente el 55% de los nuevos inmigrantes proceden de otros países, frente al 45% que lo hace desde el resto de España. Además, una parte de quienes llegan del extranjero ya tiene nacionalidad española (retornados o hijos de emigrantes nacidos fuera), lo que matiza las cifras, pero no modifica la conclusión esencial: el motor demográfico de Asturias ya no es interno, ni siquiera nacional: es global.
Las principales fuentes de esta inmigración son América Latina y, más recientemente, Europa del Este, por efecto del conflicto en Ucrania. Colombia, Venezuela y Cuba encabezan el listado, pero también destacan Ucrania, Rumanía, Marruecos y Senegal.
En el ámbito nacional, Madrid es el principal emisor de población hacia Asturias, lo que invierte parcialmente los flujos históricos: desde 2020, el saldo migratorio con la capital ha pasado de ser negativo a claramente positivo.
En conjunto, 71 de los 78 concejos asturianos han registrado saldos migratorios externos positivos, aunque la concentración sigue siendo elevada: Oviedo, Gijón y Avilés copan el grueso de las llegadas. La inmigración, por tanto, no solo explica el crecimiento global de la población, sino que redistribuye lentamente los flujos hacia un eje metropolitano en expansión, con epicentro en el centro de la región.
Los datos evidencian un desafío: Asturias necesita, cada año, más de 8.500 personas nuevas simplemente para no perder habitantes. Un listón que solo ha superado en cuatro ocasiones en lo que va de siglo. Y que implica aceptar que el crecimiento no vendrá —ni podrá venir— de dentro, sino de un flujo constante de nuevos residentes que el sistema regional deberá ser capaz de acoger, integrar y fidelizar. El riesgo es evidente: si se interrumpe ese flujo, el espejismo de crecimiento se desvanecerá de inmediato. Y Asturias volverá a encarar su realidad demográfica sin "dopajes".
Ya hemos visto que la clave del reciente crecimiento demográfico de Asturias no está en sus cunas ni en sus hogares envejecidos, sino en sus fronteras. En un contexto de natalidad en mínimos históricos y una mortalidad elevada por el progresivo envejecimiento poblacional, el único factor que ha conseguido invertir la tendencia a la pérdida de población ha sido el salto cuantitativo y cualitativo de la inmigración, hasta el punto de convertirla en el auténtico sostén demográfico del Principado.
Repasemos los datos inesperados de los últimos tres años :
Este saldo migratorio no responde a una caída de las salidas: las emigraciones se han mantenido estables, entre 14.000 y 15.000 personas al año, desde 2007. La diferencia es que las llegadas se han disparado, y en particular las llegadas desde el extranjero.
El año que esperábamos el mazazo de la pérdida del millón, 2022, marcó un hito estadístico y simbólico: fue el primer año en que llegaron más inmigrantes a Asturias desde el extranjero que desde otras comunidades autónomas. En 2023 se repitió el patrón: América lidera las procedencias, especialmente países como Colombia (4.981 inmigrantes en 2022-2023), Venezuela (3.137) y Cuba (1.710). También Ucrania ha emergido como gran emisor (1.466 personas en ese mismo periodo), impulsada por el conflicto bélico. Marruecos y Senegal figuran entre los principales orígenes africanos.
La inmigración desde otras comunidades autónomas también crece, aunque de forma más suave. Madrid es el primer origen interregional (5.403 inmigrantes en 2022-2023), seguida por Castilla y León, Galicia, Cataluña y Andalucía. Pero incluso aquí, una parte creciente de estos migrantes son extranjeros que se trasladan entre regiones españolas, lo que refuerza aún más la impronta internacional del fenómeno.
Este giro migratorio tiene además efectos cualitativos: rejuvenece y feminiza la estructura de población, ya que más de la mitad de los inmigrantes tiene entre 20 y 44 años y hay más mujeres que hombres entre los recién llegados. El dato es revelador: en el grupo de menores de 20 años, el número de inmigrantes duplica con creces al de emigrantes, lo que indica una reposición parcial —aunque aún insuficiente— de las cohortes más jóvenes.
En definitiva, sin el efecto migratorio, Asturias estaría perdiendo más de 8.500 habitantes al año. Solo el salto cuantitativo en la inmigración, especialmente internacional, ha permitido maquillar ese retroceso natural. Pero se trata de un sostén demográfico frágil y condicionado: dependiente de coyunturas internacionales, de la acogida institucional, de las condiciones laborales y de vivienda que la región pueda ofrecer.
Si Asturias quiere mantener viva su curva demográfica, deberá no solo acoger, sino integrar, estabilizar y retener a esta nueva población migrante. Lo contrario significaría volver, sin anestesia, a la senda del declive.
Ni siquiera el aumento de población conlleva una recuperación territorial equilibrada: al contrario, el crecimiento está concentrado de forma extrema en unos pocos concejos del centro de la región, mientras la mayoría del territorio sigue perdiendo habitantes. Esta divergencia no es nueva, pero se ha intensificado en los últimos años, reforzando un modelo de metropolización centrípeta y despoblación periférica persistente.
Según recalca Sadei en su informe, solo 20 de los 78 concejos asturianos ganaron población en 2024, lo que representa apenas una cuarta parte del total. En contraste, 62 concejos continúan en retroceso, y algunos de ellos presentan un doble saldo migratorio negativo: tanto externo (con otras regiones o países) como interno (con otros concejos asturianos). Es decir, ni llegan nuevos residentes, ni logran retener a los que tienen.
Oviedo, Gijón, Siero y Villaviciosa absorben el 96% del crecimiento total desde 2022. Solo Oviedo suma 5.339 personas, más de la mitad del aumento neto de toda Asturias en ese periodo, y por sí sola crece más que la región en su conjunto si se descuentan las pérdidas del resto. A Gijón se le atribuyen 2.029 nuevos habitantes, mientras Siero y Villaviciosa marcan sus máximos poblacionales del siglo. Siero, de hecho, es el único concejo que alcanza en 2024 su récord absoluto de población.
En las dos últimas décadas, solo ocho concejos han ganado población respecto a 2004, casi todos ellos del eje centro, lo que revela una lógica metropolitana estructural, que gira en torno al núcleo funcional que representa el llamado “Área Central de Asturias”, donde se concentran oportunidades de empleo, servicios, ocio, educación y movilidad.
Fuera de ahí, el mapa se vacía.. Los concejos rurales del Occidente, del oriente profundo o de las comarcas mineras arrastran décadas de sangría demográfica. Incluso donde el saldo migratorio externo es levemente positivo, como en algunos puntos del suroccidente, la pérdida vegetativa y el saldo interno negativo lo anulan o superan. Cangas del Narcea, Tineo o Avilés pierden población en términos de movimientos internos, mientras que en casos extremos como Ibias, Taramundi, Peñamellera Baja, Proaza, Illas o Somiedo, se produce un doble desequilibrio: pierden habitantes tanto por nacimientos/defunciones como por entradas y salidas.
Todo ello perfila una Asturias a dos velocidades: con un centro que funciona como imán poblacional, y una periferia que sobrevive a duras penas.
Asturias ha logrado, pues, evitar esa pérdida del millón de habitantes, pero no lo ha hecho gracias a una inesperada recuperación ni a un insólito baby boom; ha sido gracias a la inmigración.
Ese fenómeno, que Sadei detalla minuciosamente en su informe, ha permitido contener la sangría, maquillar las cifras y devolver cierto alivio simbólico a la comunidad. Pero si ese flujo se ralentiza, se desvía o se agota, el declive volverá a manifestarse sin paliativos.
Sin embargo, la inmigración también puede ser una oportunidad histórica, más allá de ser un mero colchón estadístico. Otros territorios ya han comenzado a prepararse: el País Vasco prevé que en pocos años habrá más personas nacidas fuera que dentro de Euskadi.